Al minuto

LAS LECCIONES DE BORIS Fernando Vázquez Rigada

 



 La caída del populista Boris Johnson deja varias lecciones. Era un político fuera de lo normal. Sorpresivo. Inesperado. Era carismático y muy popular. 



 Había construido su carrera sobre esas bases y, en el momento apropiado, olfateó una oportunidad para dar un brinco al gabinete nacional abandonando a su Primer Ministro, David Cameron, y haciendo campaña por el Brexit. Poco después llegó a la cabeza del gobierno. Menos de tres años después, renunció en pleno descrédito.




 ¿Qué sucedió? Aquí las lecciones. Primero. El personaje importa, pero no basta. Todo candidato, todo político, es un personaje. Johnson creó el suyo bajo una greña despeinada, jocoso, culto. Ese personaje conectó con la gente agotada de los políticos tradicionales. Pero el personaje es también una persona. Y el Parlamento se dio cuenta pronto que el personaje era también la persona: desordenado, frívolo, abusivo y arrogante. Segundo. La lección más cara es la que no aprende. Johnson fue periodista. Hizo su fama a través de mentir. Plagiaba.



 Después, con cinismo, inventaba historias. Sufrió las consecuencias en diversos momentos. Pese a salvarse apenas, no entendió que ese, su pecado mortal, terminaría por hundirlo después. No aprendió entonces, y eso lo perdió. La política no da terceras oportunidades. Tercera. Las reglas aplican también para ti. Johnson siempre despreció la ley, las reglas y las costumbres —casi sagradas en la política inglesa—.


Como Trump, otro populista, creyó en el espejismo de que su poder y su popularidad lo excluían de la ley. “Mi mandato proviene de la gente” decía.



 Ya vio que no. Llega un momento en que las instituciones aplastan a los infractores. El quiebre de su gobierno se dio cuando dejó de haber gobierno: más de 50 funcionarios renunciaron en un día. Que el líder sea un indigno crápula no significa —o no debería significar- que sus colaboradores también lo sean. Cuarta. Las palabras encadenan. Johnson despreció el inicio de la pandemia. Se alejó de la evidencia científica y apostó a la inmunidad de rebaño.


Esa frivolidad causó la muerte de miles de personas. Reaccionó y ordenó un duro confinamiento. 



Una y otra vez repitió su demanda a la sociedad de deber cívico, de cumplir con las restricciones, de hacer sacrificios, y de cumplir con la ley…mientras que organizaba fiestas desbordantes en sus oficinas. Cuando se supo, llegó algo peor que la cólera: el desengaño. Quinta. Los distractores terminan distrayéndote. Decían que Boris era un mago del spin: el arte de torcer el sentido de las palabras y girar el tema. Lo era. Pero en su mareo pensó que su verborrea era la realidad. Que sus datos eran los datos. Que su palabra era la política.



 Distraía cada semana, hasta que la distracción dejó de ser parte de su gobierno para convertirse en su gobierno. Los resultados importan. Sexta. Una disculpa salva: muchas, hunden. Todos metemos la pata en algún momento. Cuando ocurre, hay una prioridad: sacarla.



 A menudo, hacerlo implica tres acciones: disculparse, hablar con la verdad y corregir. Y hacerlo en serio. Boris pensó que sólo bastaba lo primero. Hizo de la disculpa algo tan reiterado que se volvió banal. Séptima. No hay teflón eterno. Le decían el Primer Ministro del teflón. Nada lo dañaba. Por ello, entró en el reino de la Hubris: la locura motivada por la arrogancia. La economía inglesa es débil, hay una alta inflación, presiones en el mercado laboral.



 Al final, el teflón se rompió por una mentira sobre un colaborador que era abusador sexual. ¿Fue lo peor que hizo? No. Fue la gota que derramó el vaso. Octava. La popularidad acaba. Boris Johnson tuvo durante dos años una popularidad inmensa: 54%. Ganó las elecciones de hace un par de años a través de una avalancha avasallante. Los escándalos no le dañaban. Creyó que era verdad. Que su carisma y candor lo salvaban de todo. Por eso no se debilitó: se derrumbó. Termina con 18%. En política, el castigo para quien no aprende estas lecciones no es perder el cargo. Ni enfrentar audiencias. O ser indiciado. Es terminar siendo un bufón que, tristemente, un día ocupó el trono. @fvazquezrig

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