A menudo, los daños que cometen los hombres de poder a sus pueblos son duraderos. Unos son tangibles: el holocausto, la hambruna asesina en Ucrania y China, Tlatelolco. En otras, sin embargo, son intangibles: no se ven. No se tasan. No se registran en los bancos ni en las cuentas presupuestales. Pero ahí están: carcomiendo por años. Socavando. Debilitando. El legado más duradero y triste de Donald Trump será la división, por muchos años, de la sociedad estadounidense. Trump no inventó ni el racismo, ni el extremismo.
Hizo algo quizá peor: lo despertó y lo inflamó. El racismo a Estados Unidos le costó una guerra Civil (la más sangrienta de todas sus guerras), y más de un siglo de políticas sensatas y políticos de altura para doblar el espectro de Dred Scott, del Kukux Klan, de Selma, del fanatismo y el odio. Pero eso, como un virus, dormía dentro del cuerpo social: esperando que alguien lo exacerbara. Trump lo usó para ganar una elección y, luego, como modelo de gobierno.
La palabra del poder es importante: su mensaje, su mesura, su templanza. Las cicatrices se vuelven heridas otra vez. El sistema óseo de la concordia se fractura. Sólo un irresponsable puede pretender gobernar a través del odio. Sólo alguien que no quiere a su país puede aspirar a dividirlo. Trump se fue. Su legado queda. Y lo hará por muchos años más: de sufrimiento, de locura. De dolor. @fvazquezrig
Publicar un comentario