SABERSINFIN . Abel Pérez Rojas
I Había algo en la manera en que ella me miraba, un gesto silencioso que hablaba más que cualquier palabra.
Esa noche, mientras el viento susurraba entre los árboles, me mostró su pecho desnudo, pero no era el cuerpo lo que se ofrecía ante mí, sino el alma. Como si desplegara un mapa secreto, revelando los rincones ocultos de su ser. No hubo palabras, solo una verdad compartida en el silencio.
No había promesas, ni cadenas que nos ataran. Solo el palpitar de un corazón que latía sin miedo ante la incertidumbre de mis manos, como si la vulnerabilidad fuera la clave de nuestra conexión.
Al mirar sus ojos, entendí que no era cuestión de palabras, sino de la energía invisible que nos rodeaba. Cada respiración, cada segundo, se sentía como si estuviéramos descifrando un teorema antiguo, una fórmula que solo nosotros conocíamos.
Sabía que ese instante era único, pero no podía evitar preguntarme: ¿Cómo habíamos llegado aquí?
¿Qué ecuación nos había traído hasta este punto en el que lo físico y lo intangible se entrelazaban de forma tan natural?
II
Lanzó un beso al viento, sin prisa, sin intención de alcanzarme. Era un beso que no necesitaba destino. Sus encajes, en un gesto casi ritualístico, abrazaban el suelo, como si con cada caída de tela, ella renunciara a las capas de sí misma que ya no necesitaba.
Me di cuenta de que estábamos en medio de un pacto invisible, uno que no habíamos hablado, pero que nuestros cuerpos entendían a la perfección.
La piel se convirtió en nuestra única verdad, un lienzo donde los trazos eran el lenguaje, y el silencio, la poesía
. El viento soplaba con más fuerza, como si quisiera llevarse nuestras dudas, nuestras barreras. Y allí, en la voz sutil de la noche, escuché una melodía, una que no provenía de ningún lugar corpóreo, sino del espacio entre nosotros. En ese susurro nocturno, sentí que el tiempo se detenía, que estábamos suspendidos entre lo eterno y lo efímero.
Era un momento sin nombre, uno que no podíamos contener ni describir, pero que, de alguna manera, sabíamos que lo habíamos encontrado.
III
Me mostraste tu pecho desnudo, como quien despliega el mapa de su alma, un gesto silencioso, sin promesas ni cadenas, donde el corazón, aún latente, se ofrecía sin miedo al tacto incierto.
Lanzaste un beso al viento callado, mientras tus encajes abrazaban el suelo, era un pacto invisible entre piel y eternidad, y en la voz sutil de la noche la melodía quedó suspendida en el éter.
La luna, cómplice, detuvo su paso, y en su pálida luz flotaban los secretos, ningún astro osó interrumpir el momento en que lo eterno y lo efímero se encontraron en un único suspiro.
El teorema resuelto reveló su verdad, una ecuación donde los latidos no se explican, solo se siente en los labios que jamás preguntaron razones ni buscaron certezas en el abismo.
Frente a los ojos austeros del sabio, el escritor cerró su libro recién concluido, sabiendo que hay verdades que sí caben en el cofre sagrado, en la piel, en los gestos, en los besos, porque allí está la poesía que algún día soñó escribir. Teorema resuelto.
APR. Octubre, 2024
IV
La luna, cómplice silenciosa, detuvo su paso en el cielo. Sus rayos pálidos envolvían el escenario que habíamos creado.
Ningún astro osó interrumpir lo que estábamos viviendo. Había un secreto flotando en el aire, una verdad que solo nosotros dos podíamos comprender.
En ese único suspiro, lo eterno y lo efímero se encontraron, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba ante algo más grande que cualquier pensamiento, que cualquier análisis.
Era como si el universo se hubiera alineado solo para ese momento.
Me pregunté si las estrellas siempre habían sabido de nuestra existencia, si los planetas giraban esperando este preciso encuentro
. Pero, mientras miraba su rostro iluminado por la luna, comprendí que las preguntas eran inútiles. No había necesidad de explicar lo que estaba ocurriendo.
Lo sentía en mi piel, en el ritmo pausado de nuestros latidos sincronizados.
Éramos uno, en ese instante.
V
Frente a mis ojos, como ante la mirada severa de un sabio, el libro de mi vida se cerró, pero no con la sensación de que terminaba algo, sino con la certeza de que había encontrado la verdad.
Cerré ese capítulo con la tranquilidad de que algunas verdades sí caben en cofres sagrados, pero no en palabras escritas, sino en la piel, en los gestos, en los besos compartidos en noches como esta.
La poesía que había soñado escribir no estaba en los versos que había imaginado, sino en la forma en que nuestras miradas se cruzaron, en el tacto que no necesitaba hablar.
Porque, al final, la verdadera poesía se vive, no se escribe.
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