Fernando Vázquez Rigada. México es tan generoso que, pese a tanto dolor, incompetencia, abuso, sigue en pie.
La dinámica de la sucesión presidencial abre un sentimiento conocido pero lejano: miedo. Vivimos un estado preocupante y peligroso de descomposición, ansiedad colectiva, e ingobernabilidad. En 1994, México se balanceó en el borde del abismo.
El año inició con un estallido social: la rebelión zapatista en Chiapas. Marzo llegó con sus idus: el regreso del magnicidio como método para dirimir disputas políticas. Seguiría. Meses antes, en mayo de 1993, el Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo había sido ejecutado. Ahí se asomó el rostro temible y cruel del narco mezclado con el poder. Ese año fatídico desfiguró a un presidente todopoderoso: Carlos Salinas de Gortari.
El regiomontano no se legitimó en las urnas, sino desde el poder. Impuso una agenda de modernización y apertura que logró un respaldo mayoritario. Sobre él y con éxitos en la mano, despreció y persiguió a sus opositores de izquierda.
Llegó a ese 1994 fatídico con casi el 80% de aprobación. Pero no fue suficiente. Su proyecto se desplomó: también su popularidad y el país.
Pero algo ocurrió el 21 de agosto de ese año: en las elecciones presidenciales, un inédito 78% de participación tomó a las urnas por asalto. Los votos hablan. El mensaje fue que la sociedad quería la paz y quería volver a la normalidad.
Todavía faltaban más ejecuciones y el crack de la economía, pero luego se abrió un proceso de innovación institucional (se renovó el poder judicial, se formó el IFE autónomo, se dio una reforma fiscal etc.) y una apertura política que derivó en el primer gobierno dividido (el presidente sin mayorías en el Congreso) y en la alternancia del 2000. México se salvará si repetimos la hazaña de manifestarnos cívica y masivamente el 2 de junio del 2024. Vivimos un momento de gran peligro. Hay estados completos en donde impera la dictadura del crimen organizado. La violencia se normaliza.
Van cerca de 200 mil muertos. 151 mil reconocidos y 43 mil desaparecidos cuya muerte es cierta, pero no se reconoce. La ausencia de estrategia de seguridad confirma, cada día más, no una incompetencia sino una complicidad. Ya inauguramos la era del terrorismo narco. El gobierno dice que las minas, los coches bombas, no son terrorismo, pues no posee un componente político.
¿No? Guerrero colapsó por la movilización de 2,500 personas que exigían la liberación de un capo. Sinaloa sucumbió ante las hordas del Cártel que exigió, y logró, la liberación de Ovidio. Michoacán vio impasible la ejecución de Hipólito Mora tras media hora de balazos. Chiapas está hundido en una suerte de guerra civil. Tamaulipas está en descomposición. La alcaldesa de Tijuana se fue a vivir a un cuartel. Los jueces de Colima trabajan desde casa por miedo. Las madres buscadoras piden a los capos dejarlas buscar a sus muertos.
Hay que repetir la pregunta que el Presidente hizo antes de arrancar su sexenio, más pertinente hoy que entonces:
¿Quién manda aquí? La agonía del sexenio se explica con simbolismos: en la indignante muerte de una niña de 6 años, atrapada en un elevador descompuesto del IMSS; en una en una refinería que no refina. Pemex ve degradar su calificación porque sus finanzas serán inviables en diciembre del 2024. Mientras esto sucede, el Presidente y el gobierno se lanzan como fieras contra la oposición. Tienen razón: ha habido un cambio de coordenadas y hay una ola que se expande y crece por todo el país.
La sociedad está despertando. De nosotros, las y los ciudadanos, dependerá terminar de despertar a millones que aún duermen el sueño terrible de la apatía. Del no-pasará-nada. La única salida para el país es que la sociedad se siga movilizando, se siga organizando y convierta a cada ciudadano en un activista despertador. Ya hay un método. Ya hay un Frente. Hay programa. Y hay una líder. Faltas tú. @fvazquezrig
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