Al minuto

Todo lo más bello del mundo es gratis

 


Una aventurilla por La Malinche, oxígeno purísimo y autoestima por los cielos ¿Y qué tal un cafecito de olla en las faldas de la Malinche? 
 ¿Con unas tortas de huevo con aguacate o huevo con chorizo y frijoles...? Pues sí, delicioso. Las cosas más maravillosas de la vida son gratis. 


Te las regalan los sentidos: la vista, el olfato, el oído, el tacto, el gusto… Claro, dice el refrán, “dios te da la lombriz, pero no te la pone en el pico”. Una cuota mínima de esfuerzo es el costo, un costo realmente bajo y sin efecto inflacionario, a cambio de un disfrute extraordinario con reminiscencias paradisíacas.



a experiencia es maravillosa. Desconozco si por el lado de Puebla haya un acceso como el que tiene por Tlaxcala, pero éste es estupendo. Carretera perfecta, bien cuidada, vegetación a los lados, abundancia de pinos, una bienvenida regia.


 Es todo un anticipo de lo que viene en seguida. Una caseta de vigilancia registra y regula la llegada de los visitantes. No vi motos, entendí que en ese sitio dañarían la condición de los caminos y el ruido sería altamente contaminante para la paz que literalmente se respira.



 La Malinche es uno de nuestros grandes volcanes. Uno de los cuatro gigantes que rodean al privilegiado valle de Puebla.

 El doctor Alfredo Toxqui siempre lo decía con orgullo, “y los cuatro son nuestros, es decir, el pico o cráter de los cuatro grandes volcanes geográficamente está en suelo poblano…”


 Parece que la rigurosidad geográfica le ha dado la razón. La Malinche, situada entre Puebla y Tlaxcala, tiene una altura de 4 mil 460 metros y su base en el altiplano tiene un diámetro de 134 kilómetros. En náhuatl su nombre es Matlalcuéyatl y significa “falda verde o falda azul”, según una de las interpretaciones. De Puebla al punto de subida uno llega en cuestión de una hora o un poco más. Subir no tiene costo. 



Piden una cooperación voluntaria al tamaño del bolsillo de cada quien. El vehículo accede hasta la zona boscosa, donde hay lugares marcados con cal para respetar los árboles y no obstaculizar a los demás visitantes. 



 Este solo sitio ya es una maravilla: gigantescos pinos custodian el área, hay pasto, olor a bosque y un cierto aroma a manzanilla silvestre; algunos puestos de alimentos sencillos. 



Quien no quiera o pueda subir, puede permanecer en este bello lugar descansando, tejiendo, leyendo. Es un remanso para el agasajo espiritual. Hay que llevar una mochila con alimentos si se quiere comer allá en las alturas.


Agregar ahí café, jugos y algunos medicamentos para primeros auxilios. Al llegar al área de partida se siente frío, todo mundo va con chamarras, gorras, botas desde luego (quizá mejor que tenis, porque tienen más agarre en la pisada y protegen los tobillos), y una enorme carga de fe y optimismo para entregarse al disfrute de la naturaleza. 


 Más adelante vendrá el “strip tis” de cada uno, despojándose de la ropa y guardándola en la mochila. Emprender la subida es enormemente estimulante y placentero.


El oxígeno purísimo satura los pulmones, el verde de arbustos y follaje de pinos, encinos y demás flora es un auténtico regalo a la vista por doquier.



 Veredas, caños formados por la nieve cuando se derrite, caminos abiertos entre la maleza, pasos rocosos, todo es parte del disfrute. 


Nada realmente dificultoso. Todo es desafiante para la aventura y la exploración empírica. Pueden acceder desde pequeños de cinco o seis años hasta personas de ochenta.



 Por cierto, ahí justamente me encontré a un amigo de 83 calendarios que tenía muuuchos años de no ver, y además lo libré de un accidentillo propio de la edad…y del desequilibrio que ello implica en tales escenarios. Ir trepando como cabrillas de monte es ofrecer a todos los sentidos probadas inconmensurables de vida, de placer, pedacitos de paraíso que la naturaleza regala y que deberíamos hacer por lo menos una vez al año.



De hecho, como parte de la formación humana, muchos recomiendan esto, sobre todo a niños y jóvenes como parte de su experiencia de vida para aprender a superar retos de cualquier naturaleza. El cuerpo goza, sufre un poco, pero se compensa con magníficas satisfacciones. Piernas, brazos, músculos, todo se somete a un pequeño examen de resistencia y todos pasan la prueba.



 Quienes no desean llegar hasta la cumbre retornan en cualquier punto, con el orgullo de haber escalado en libertad un promontorio retador que se come con los ojos y la nariz.


 En cada tramo, las bocanadas de oxígeno saturan los pulmones como en pocos sitios de la tierra. El cuerpo paga su cuota por esta vivencia placentera: es el sudor del cuerpo que rinde tributo a la naturaleza. No se exagera si decimos que cada gota de sudor es como un kilogramo de autoestima y de goce que se gana.


 A veces, el ser humano se empeña en interpretar que los grandes placeres de la vida se compran. Sí, muchos de los grandes atractivos que el mundo tiene se pueden tasar en pesos y centavos, pero no todo. 

 Al alcance de la mano, en pleno uso del cuerpo y sus facultades, encontramos satisfacciones extraordinarias que la naturaleza regala. 


 Dígalo si no: el esplendoroso amanecer con el sol en el horizonte en la playa, el cielo estrellado desde los caminos donde no hay ninguna luz, la puesta del sol con sus indescriptibles tonalidades, las pequeña o grandes cascadas, las montañas con o sin nieve, el olor de la lluvia cuando empieza un aguacero, la infinita variedad de colores de zonas jardinadas o los bosques, el constante oleaje marino con la variada fauna que lo observa desde las alturas, la sobrecogedora dimensión de un río o la majestuosidad de un cañón (como el de


 El Sumidero, de Chiapas)… Todo es sencillo, todo lo ofrece la naturaleza sin maquillaje, todo es gratuito. ¡Cuánto le cuesta al ser humano copiarle la sencillez a la naturaleza…! xgt49@yahoo.com.mx

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