Al minuto

Dos relatos de muertos

 

Casos de la vida real que hacen verosímil aquello de que “el que a hierro mata, a hierro muere. Días de muertos. Dos relatos reales sobre la muerte. Son testimonios reales de pueblos de la geografía poblana. Así me los platicaron, así los
 cuento. Isidoro López era un pistolero de los años treinta y cuarenta. Había tomado el control de una zona de Puebla. Una decena de pueblos vivía asolada por la banda de este hombre. Cometían robos y asaltos y tenían aterrorizados a los habitantes de esa zona. Sus víctimas eran especialmente comerciantes y rancheros, pero igual extorsionaban a un cura que a un tendero.



 La banda estaba formada por unos veinticinco “matones”, como les decían en la región. El jefe Isidoro era un tipo que sobresalía del común de los habitantes del lugar. Alto, apuesto, vestía pantalón y chamarra bien cortados, color caqui, botines de una pieza y montaba un enorme caballo de raza fina. En su aspecto, imitaba a los hacendados de la región. Acumulaba el botín y le repartía algo a sus secuaces.


Le encantaba juntar centenarios. Pero el disfrute de la banda era el alcohol. Luego de un golpe, se reunía con el resto de bandoleros en alguna de sus casas o un rancho, para tomar aguardiente y convivir con mujeres dos o tres días, mientras planeaban el siguiente asalto.

 Para conseguir el dinero, decía la gente, “no se tentaba el corazón”. Sus métodos eran rudos, sanguinarios, se sabía de hombres acaudalados cruelmente asesinados, más si ofrecían la mínima resistencia a los facinerosos. 



 El ambiente de sobresalto y pavor dominaba el clima apacible y provinciano de otros tiempos. Pero, allá mismo en la región, la gente tenía un dicho que era a la vez un deseo y una esperanza: “para cada perro hay una cuarta”. 


La cuarta era una especie de fuete, una suerte de vara hecha de piel dura, tejida, con la que se azotaba a los caballos. Y un día un viejo coronel del ejército, hacía ya varios años retirado, habló con un grupo de vecinos y decidieron poner freno frontal a la pandilla que había sometido a la zona.

 Era un hombre que de suyo tenía autoridad moral en el pueblo. Moreno, erguido aunque no alto, bigotillo delgado y mirada enérgica, enfundado siempre en un abrigo verde olivo ya un tanto gastado por el tiempo, botas militares, gruesos anteojos, siempre cargando una pistola y con actitud resuelta.


 Contó con el visto bueno de un pequeño grupo de notables de la región, integró a un grupo de veinte hombres bragados, bien armados todos, y decidieron ir en busca de Isidoro y su banda. Investigaron que un fin de semana estaban reunidos los asaltantes en un pequeño rancho a la orilla de uno de los pueblos asolados. 



Allá fueron a caballo. Dejaron a cierta distancia sus cabalgaduras y, decididos a todo, rodearon sigilosamente la casona de paredes altas y un viejo portón. Uno de los sitiadores, con un disparo al aire previamente, exigió a los rufianes que salieran desarmados con las manos en alto. La respuesta fue una descarga con rifle desde lo alto de uno de los muros. La resistencia duró un par de horas.


 La ventaja estratégica de lo alto de las bardas fue superada con la precisión de los tiradores de afuera. Al fuego cruzado siguieron los gritos de los heridos de adentro y luego, empezaron a rendirse y salir varios de los pistoleros. 

 El propio coronel se apersonó hacia el interior, identificó a Isidoro y lo ejecutó con una descarga. Igual procedieron con los demás salteadores. Todos los cuerpos quedaron tirados en el patio y habitaciones del refugio. 


 Eran otros tiempos, desde luego. En los pueblos prevalecía la norma de que “el que a hierro mata a hierro muere.” La ejecución a sangre y fuego de la banda de Isidoro, acabó de raíz con un problema que había sometido a base del terror a toda una región, y el escarmiento dejó una largo periodo de paz entre los pueblos. Dos tumbas en el panteón Servando tenía veinte años y ya era diestro en el manejo de la pistola y los caballos. 


 Esa condición le daba notoriedad en el pueblo. Se mostraba autosuficiente y bravucón. Un día le avisaron que un hermano suyo que escandalizaba en estado de ebriedad, había sido detenido por un par de policías del pueblo y era llevado a la cárcel del lugar. En efecto, estaban ya a unos metros de la prisión. Los dos policías, en realidad civiles con sendos rifles, acompañados por el mozo de la presidencia municipal, se disponían a meter al cuartucho maloliente al provocador.


 En ese momento apareció a caballo Servando. Sin bajarse, sacó la pistola y mató por la espalda a uno de los guardianes y al ordenanza, y huyó a todo galope por la calle principal del pueblo. El suceso conmovió a todos los habitantes del lugar, un sitio tranquilo no acostumbrado a crímenes y sobresaltos. El homicida huyó para siempre del lugar.


 Los díceres de los lugareños señalaban que se había ido a otro estado y trabajaba como caporal y consentido de un ranchero. Al cabo de veinte años, otra vez la paz del lugar fue alterada por la noticia de que habían asesinado a Servando y lo traían a sepultar al pueblo. El morbo siempre es una convocatoria grande y contagiosa en los lugares pequeños. A mediodía la versión se confirmaba con más detalles: había sido asesinado de un tiro en la frente por su propio suegro. 


 Hubo una misa de cuerpo presente y luego unos pocos dolientes acompañaron al cadáver al panteón. Lo curioso del hecho es que quiso el destino que homicida y víctima se volvieran a encontrar en el cementerio a veinte años de distancia. Más aún, las tumbas de uno y otro estaban separadas un metro una de la otra. A poco más de un paso quedaron los cuerpos de Servando y Gervasio, así se llamaba el ordenanza. xgt49@yahoo.com.mx

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